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PREMIOS DEL IX CONCURSO DE NARRATIVA

Ya se han fallado los premios de nuestro concurso de Narrativa y Poesía, que ya va por la novena edición. 

LA NOCHE ETERNA                       

De:   ALEJANDRO IGLESIAS RODRÍGUEZ (1º BACHILLER)

Tú, que ahora lees esto, aún sigues entre los vivos, pero, por entonces, yo ya habré entrado en la región de las sombras. Pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito y, cuando lo hayan visto, habrá quien no crea en él, otros dudarán, mas unos pocos meditarán ante los caracteres aquí grabados.

Había sido un año de terror, de terror y de sentimientos más intensos que el terror para los cuales no hay nombres sobre la Tierra, pues eran muchos los prodigios y señales, y, a lo largo, y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se extendían las negras alas de la peste. Pero la desdicha era diversa y las calles estaban usurpadas por el humo inquisidor. En el aire se respiraba una atmósfera de dolor, un aire de dura, profunda e irremediable melancolía, un aire que todo lo cubría, que penetraba en todo, también en mí.

Era el año 1523 y yo, un humilde hombre de rasgados ropajes, estaba hundido por la miseria y la pobreza. Habitaba por entonces en tierras españolas, en un hogar que pagaba a duras penas con mi mujer, Amelia.

Amelia era una mujer bella y cultivada, dominaba profundos conocimientos y, aun así, se me consagró plenamente en cuerpo y alma. Pero últimamente estaba distante, perdida, despierta aunque sumida en profundos sueños, sueños de fortuna y alegría , anhelo pensar, porque su rostro parecía presenciar el peor de los horrores. De sus mejillas desaparecieron los tonos rojizos que un día adornaron su tez, y sus ojos, ahora negros azabache, hacían que me sumiera en la absoluta abismación. En las noches me bañaba en la música de su voz, hasta que su melodía tomaba matices sombríos y caía sobre mi alma una sombra que me hacía estremecer interiormente al eco avejentado de su voz. Aún así, yo la amaba.

Pasaban los días y lo que en un principio fue alegría, ahora se convertía en pena; una insondable y amarga pena. Mi estimada Amelia estaba siendo arrasada por el monstruo de la transformación, entrando en su mente, sus costumbres, su carácter y, de la forma más sutil y terrible, llegó incluso a perturbar su identidad.

El engendro venía y se iba, pero la víctima, la verdadera Amelia, ¿dónde estaba? No la conocía, o no la reconocía como Amelia. Su piel, pálida como la nieve, promulgó rumores en el pueblo que incluso a mí me hicieron reflexionar, durante los largos e incansables momentos, mientras veía como la sombra caía oblicuamente en la puerta durante los días, o en las eternas noches oscuras donde miraba la tímida luz de la lámpara o las ascuas del fuego.

Pero era un reloj ornamental colgado en la pared el que llamaba mi atención. A cada hora, un monótono sonido era expulsado del reloj, haciendo que nuestros sueños se detuvieran, dejándolos esparcidos en el aire, congelados en el tiempo. Pues a cada hora, el homo de las hogueras ascendía al cielo, y con él, un desgarrador alarido irrumpía en la calma y penetraba en mis oídos invadiendo mi letargo.

Sin embargo, la paz se asentó durante semanas en el pueblo, y en mí hallé un profundo silencio, un sosiego que acallaba los latidos de mi corazón, durante las noches, cuando el miedo se recostaba en mi lecho separándome de mi amada, dejando mi soledad intacta y perturbando mis sueños.

A veces me pregunté si era menos grave que la esperanza se acabara durante la noche o a pleno sol, con o sin visión. Me pregunté muchas cosas pero no encontré respuesta a ninguna de ellas.

En una lóbrega media noche, desperté con el pánico de quien teme a la muerte, pues, en mi estado más onírico, la Parca me llevó a páramos que ningún hombre había conocido, pero tan sólo fue una pesadilla, nada más que eso. Al abrir los ojos, descubrí a mi amada Amelia, inmóvil, sentada en una mecedora, con la mirada fija sobre unas páginas de origen profano. Desde ese momento comprendí el porqué de su saber, el porqué de su cambio, pero aun siendo consciente de la represión inquisitorial, decidí no intervenir y seguí descansado.

En un día de marzo de ese mismo año, antepuse la casualidad al destino. Ningún dios u oráculo griego o romano, podría jugar de tal forma con los hilos de la vida; no conmigo; no con ella. Al alba, cuando el sol salía entre las montañas, los inquisidores tocaron con persistencia a la puerta de mi casa, pero yo no sabía quién podría llamar a tales horas. Será una visita-pensé-, pero al abrir la oscuridad entró en mi hogar, y sin saberlo, profanó por completo mi alma y me despojó de mi ilusión, mis esperanzas, mis fuerzas, de mi vida. Se lo llevaron todo, pero más importante: se la llevaron a ella, mi querida Amelia.

Al día siguiente fue juzgada en un mañana perfumada por un olor a olvido, donde los vientos y las olas me susurraban su nombre y en una seca rama, un pájaro entonaba tristes cánticos ¿sentencia final? Muerte por herejía. Y aunque me cueste, lo relato con frialdad, porque no hay mayor dolor que el que inunda hoy mis días.  A las seis de la tarde, el reloj expiró un último sonido antes de averiarse y con él un lamento perforó mis oídos, un grito desgarrador, un último suspiro de quien fue mi amada.

A partir de esa tarde, han sido muchos los días no vividos, pero aún más las noches eternas donde el rencor estaba mezclado con el llanto y mi desconsuelo se curaba en alcohol.

Cada noche acudía a mi bodega para ahogar mis penas en vino para olvidar aquel recuerdo inmortal; pero una noche, una sombra descendió a mi aposento, podría ser la sombra de un hombre, pero no: era informe, indefinida, y, mientras avanzaba no me atreví a contemplarla de lleno; al final, pregunté a la sombra en voz muy baja, cuál era su morada y su nombre, y me contestó: “ Yo sólo soy sombra y mi morada está al lado de las catacumbas, en el impuro lago de Caronte”;  me levanté lleno de horror, petrificado, pálido porque el tono de la voz de la sombra no era el de un solo ser, sino de una multitud de seres, y, variando de una sílaba a otra, penetraban en mis oídos los más oscuros acentos de miles de personas muertas y entre ellas pude diferenciar una: la de mi querida y ausente Amelia.

MICRO-RELATO

UNA VIDA SIN VIDA                                

De : AARÓN MINGORANCE (1º BACHILLER)

3 de agosto. Han pasado 6 meses desde que se lo diagnosticaron. Por las noches deambula por toda la casa, con la mirada perdida, murmurando palabras ininteligibles, como si fuera un fantasma. Y al despertar lo encontramos tirado en el suelo en cualquier recóndito lugar. No recuerda ni su propio rostro, todas las mañanas se mira al espejo como si se viera de forma diferente. No sabe dónde está, no sabe quién soy, no sabe quién es. Cada día es un paso hacia atrás, y después de tanto tiempo ya ha retrocedido kilómetros. Creo que he hecho lo correcto. Esta noche he preparado su cena con un ingrediente especial. Ahora mismo estoy oyendo a mi madre llorar mientras sujeta su cadáver. No me siento culpable, la vida ya había huido de su cuerpo hace tiempo.

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Written by Soledad

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PREMIOS IX CONCURSO DE POESÍA

Epidermis de hoja de lirio con estomas